Aristocracia de calle

Siempre he sentido una secreta devoción por aquello que, en otros tiempos, llamábamos aristocracia. No por la sangre ni por los escudos grabados en viejas porcelanas, sino por ese resplandor sutil —y casi extinto— de las almas elevadas. Hay algo profundamente humano en ese anhelo de jerarquía, no la jerarquía de los títulos ni de los registros notariales, sino la del espíritu: la aristocracia del que busca lo bello, lo verdadero, lo noble. Aquel que, al caminar, no arrastra sus días sino que los conduce como si su vida fuese ya, en sí misma, una obra de arte.

Sin embargo, basta con una mirada atenta para advertir lo que ha sido del ideal aristocrático en nuestras tierras. Lo que persiste no es la nobleza, sino su parodia. Hombres de rostro ajado y mujeres con sonrisas petrificadas conversan en salones de espejos dorados y lámparas antiguas, y sin embargo, no hay en sus palabras ni una sola idea que haya atravesado el silencio. Sus conversaciones, más que palabras, son ecos; no pensamientos, sino repeticiones automáticas de lo que se dice en el almuerzo de al lado. Sus mundos son tan pequeños que podrían caber en una tarjeta de invitación.

Y no es solo una decadencia de forma, sino de sustancia. Esa clase alta que una vez quiso representarse como portadora de cultura y medida, hoy desfila entre el chisme y el fanatismo político con la desenvoltura de quien ha olvidado que pensar es también un deber moral. La ignorancia ha dejado de dar vergüenza: ahora se adorna con anécdotas de viajes y apellidos impronunciables. Si alguna vez los linajes fueron custodios de la tradición y el arte, ahora son simples adornos en una conversación trivial. Donde antes se leía a Montaigne o a Madame de Staël, hoy se murmura sobre escándalos sociales y se pontifica con ligereza sobre temas que jamás se han estudiado.

En esas reuniones, me ha tocado observar algo que va más allá de la decadencia intelectual: una tristeza más honda, una suerte de podredumbre moral. Porque no es sólo que no sepan —eso sería excusable—, es que no desean saber. Han olvidado, si alguna vez lo supieron, que el conocimiento no es adorno sino alimento del alma. Han hecho del “qué dirán” su brújula, y del ridículo miedo a parecer apasionados, una forma de cobardía vital. Su universo entero se reduce a mantener la fachada. Viven para ser vistos, no para vivir.

Y sin embargo —he aquí la ironía que enmudece—, los que desprecian todo aquello, los que alzan la voz contra la élite como si fueran cruzados del pueblo llano, caen en una miseria no menos ridícula. En sus antípodas se encuentra otro tipo de decadencia: la vulgaridad arrogante del hombre de la calle, que hace alarde de su incultura como si fuera una medalla conquistada en la batalla de la vida. Presumen ser "muy vivos", como si eso los hicieras más auténticos. Confunden rusticidad con sabiduría popular, y a la torpeza la llaman instinto. He escuchado discursos de hombres que proclaman haber aprendido “en la universidad de la vida”, mientras se mofan del joven que lee a Descartes o al anciano que estudia física en su vejez. “Eso no sirve para nada”, repiten como si el conocimiento debiera rendir cuentas. No saben que lo inútil, a menudo, es lo más necesario: una sinfonía o un poema no salvan el cuerpo, pero salvan el alma. ¿Qué puede ofrecer una vida sin preguntas?

He visto a ambos extremos —la clase alta hueca y la calle altiva— coincidir en su desprecio por la profundidad. Uno por cansancio y arrogancia; el otro, por resentimiento y confusión. Y en ambos casos, se desprecia lo mismo: el pensamiento. La soledad del que duda y estudia. Es como si nuestra época, en todos sus estratos, hubiese declarado la guerra a la inteligencia.Y sin embargo, en medio de esas ruinas —porque son ruinas, aunque se disfracen con trajes o con consignas—, uno puede encontrar todavía figuras silenciosas que contradicen el paisaje. Ellos son, sin pretenderlo, los verdaderos aristócratas: los que no necesitan abolengo porque poseen espíritu.

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